79 lekukoen testigantzak Donostia 1813. Donostia.org
78. testigua: Miguel Antonio Bengoetxea, 47 urte (1813-8-31n Donostiako 1. alkatea zena)
Zarauzko herri horretan, aitatu urte, hil eta egunean, herriko Alkate eta Epaile Konstituzional Ignazio Antonio Amilibia jaunak, aurreko agirian xedatzen den informazioa jasotzeko eta Batzordeak horretarako eman dion ahalmena baliatuz, beraren aurrean agertarazi zion Donostia Hiriko herritar eta herri honetako biztanle den Miguel Antonio Bengoetxea jaunari, eta gure Jaungoikoaren izenean eta gurutzearen seinalean, Zuzenbidean bidezkoa den eran, zinpeko adierazpena hartu zion. Eta hori egia izateaz fede ematen dut Eskribau honek. Bengoetxea jaunak egia esatea hitz eman zuen eta, aurreko galdategian agertzen diren galderak eginik, honela erantzun zuen:
Bertan, bulegoko gela eta dirua zegoen tokia erakuts niezazkien behartu ninduten. Nik, etxe hartan ohikoa ez nintzenez, komisarioarekin harremanik ez nuenez eta, beraiek bezain kanpotarra nintzenez, normalena zela gauza haiek non zeuden nik ez jakitea esan nien behin eta berriz, baina haiek ez zeuden konforme azalpen horiekin, mehatxu asko egin zizkidaten. Atzenean, aliatuen setakeria ikusirik, etxeko egokienak iruditu zitzaizkidan geletara eraman nituen. Horietan barrena nekez lortu nuen soldaduaren begia nigandik desbideratzea eta, neure etxera baztertu nahi izan nuen arren, hura ere tropaz josia zegoen, bertan arpilatzeak eta lapurreriak jarraitzen zuten eta txikizio eta bestelako bortizkeriak jasanezinak zirenez, hura lagata, Kontzeju Etxean babes hartzea deliberatu nuen.
Jose Joakin Alzuru naizen honen aurrean
Miguel Antonio Bengoechea, alcalde de Donostia el 31-8-1813:
Testigo 78:
En dicha villa, de Zarauz, dicho día, mes y año, el señor don Ygnacio Antonio de Amibiila, (128v) Alcalde y Juez Constitucional d e la misma, para efecto de recibir la información que se manda en el despacho preceden te, en uso de la comisión que se le comete, hizo comparecer ante sí al señor don Miguel Antonio de Bengoechea, vecino de la Ciudad de San Sebastián y residente al presente en ésta, de quien su merced, por fe de mí el Escribano, recibió jurament o por Dios nuestro señor y sobre la señal de la cruz en forma de derecho; y el suso dicho, que lo hizo cumplidamente, prometió decir verdad, y, siendo exa minado al tenor de las pre- guntas del interrogatorio inserto en el citado desp acho, hizo su deposición en la forma y manera siguiente: A la primera pregunta, dijo que la conducta de las tropas aliadas fue horrorosa para con los vecinos y havitantes de la C iudad de San Sebastián por las violencias y excesos escandalosos que cometieron. Q ue el deponente, como uno de los Alcaldes de dicha Ciudad, se halló en la misma durante el sitio, el día del asalto y en el inmediato, en que salió, no pudiendo sufrir los horrores. Que, por lo tanto, vio de parte de las tropas aliadas las atrocidades imaginables, pues en el momento que los havitantes pacíficos salieron contentos del retiro de sus casas a las ventanas, a dar a dichas tropas el parabién de su l legada y de la victoria de la toma de la Plaza, fue entonces guando comenzaron los sol dados, tanto yngleses como portugueses, a disparar tiros de fusilería a las mi smas casas de suerte que los vecinos y havi- (120) tantes, pasmados y llenos de espanto, volbieron a retirarse al interior de sus piezas. Que, sin haber todabía evacuado los franceses enter amente la Plaza, se dieron las tropas aliadas al saqueo de las casas, a tropellando a los habitantes, matando a unos e hiriendo a otros sin consideración alguna a la calidad, carácter, edad, sexo y estado de las personas, poniendo a tod as en la precisa alternatiba de despojarse de su pobreza o de perder la vida al cuc hillo o al fusil puesto al pecho. Que esto mismo esperimentó el exponente, a quien ro baron las tropas aliadas el dinero que tenía en sus cajas, efectos d e gira almacenados y ropa de la familia, llegaron a su persona. le quitaron el relo x, papeles y los reales que tenía consigo. Que a lo expuesto añadieron las tropas aliadas otr os maltratos con golpes de sables y fusiles en la persona sin miramiento de la autoridad de Alcalde que egercía, le amenazaron por instantes con la muerte, que siempre tubo por consentida, le agarraron del pescuezo, y con la vio lencia, la más inaudita, le arran- caron de su casa y, a pesar del tiempo lluvioso y e star anegadas de agua las zanjas de las boca calles, le obligaron por fuerza a que l es enseñase una casa rica. Que el deponente, por no ser víctima de su furor, les prom etió les enseñaría la casa donde vibió el comisario de Guerra francés y, habiendo pa sado a su calle e indicado desde ella la casa, como para entonces estaba llena de tr opas ynglesas y (129v) portugueses, no se dieron por satisfechos, sino que al deponente precisaron a empellones y con puntas de bayonetas y sables a sub ir con ellos a las habitaciones de dicha casa y a que les indicase la pieza del des pacho, así que el parage donde custodiaba el dinero; y, a pesar de que les decía q ue, siendo el deponente persona extraña de la casa y no tener relaciones con el com isario, ignoraba, no obstante no se daban por satisfechos, instándole con muchas ame nazas; y, vista su tenacidad, les introdujo en las piezas que le pareció más adeq uadas de la casa, de donde a duras penas pudo conseguir el desviarse de los sold ados y, aunque quiso retirarse a la suya, como estaba toda llena de tropas y continu aba en ella el saqueo y robo y eran insufribles los atropellamientos, tubo a bien abandonarlo todo y refugiarse a la casa del Ayuntamiento. Que esta conducta fue tanto más sensible al deponen te de parte de amigos y aliados, quanta éstos mismos en el acto del asalt o usaban de generosidad con los franceses enemigos, a quienes obsequiaban y vio el deponente daban quartel a pesar de hallarlos con las armas en las manos. Que las tropas aliadas no se contentaron con los ro bos, saqueos, muertes y maltratamientos de las casas y de los habitantes pa cíficos, sino que violaron mugeres casadas, viudas honestas, doncellas, criatu ras y mugeres las más ancianas, arrancando a las unas de la compañía de s us maridos y padres, forzando a todas y dejando a muchas muertas después (130) de sus excesos. Que, al tiempo que cometían las tropas aliadas los horrores que deja sentados, no se oían mas que lamentos, lloros y ala ridos de los miserables habitantes que mortificaban, quienes, por no caer e n manos de dichas tropas, se tiraban de los balcones y ventanas de las casas, se escondían en las cloacas o comunes y andaban por los tejados, como es público y notorio. Que también lo es que estos excesos continuaron var ios días después del asalto, sin que se hubiese visto ninguna providenci a para impedirlos ni para contener a los soldados, que con la mayor impiedad, inhumanidad y barbarie robaban y despojaban hasta de sus vestiduras, fuera de la Plaza, a los havitantes que huían despavoridos de ella, lo que al parecer c omprueba que estas atrocidades las autorizaban los Gefes, siendo de notarse que lo s efectos robados o saqueados dentro de San Sebastián y en las abanzadas se vendí an por las tropas ynglesas y portuguesas a la vista e inmediaciones del mismo Qu artel general del Egército sitiador, poniéndolos de manifiesto el público como en una feria, Que el deponente deseó cumplir con su deber en nomb re del Pueblo de San Sebastián, a quien representaba como Alcalde, y en esta calidad, llevando para mayor seguridad en su compañía a un oficial ynglés, pasó, a una con el segundo Alcalde y un Regidor, a la brecha a cumplimentar al señor General que mandaba las tropas del asalto, antes que S. E. hubiese entrado en la Plaza. Que, al transitar por la puerta de tierra, el oficial ynglés que estaba d e guardia en ella hizo cargo al testigo a dónde (130v) se dirijia y, respondido que iban a prestar al señor General la sumisión y respeto en nombre del Pueblo de San S ebastián, a quien representaban, preguntó al deponente si era Alcalde y, contestándole que sí, poniendo el rostro áspero, se retiró dicho oficial como dos pasos y, sin aguardar al menor momento, arrancó su sable y se preparó con to do el ademán de traspasarle por el cuerpo, cuya demostración impensada turbó al deponente y sólo tubo esfuerzo para dar un grito lamentable, que llamó la atención de los que estaban presentes y del oficial que les acompañaba e iba un poco adelante, quien volbió y habló en su idioma con el que estaba de guardia, em bainó éste su sable y dejó seguir al deponente y demás individuos del Magistra do. Que subieron a la muralla y, pasando sobre cadáveres y heridos, llegaron al p unto de la brecha, donde fueron recibidos por el señor General, a quien ofrecieron la sumisión del Pueblo de San Sebastián, le felicitaron de la victoria conseguida , se prestaron al cumplimiento de las disposiciones que S. E. tomase a su entrada en la Ciudad y se separaron pareciendo S. E. quedar satisfecho de los sentimien tos del deponente y demás individuos del Magistrado. A la segunda, dijo que fueron muchos los havitantes muertos y heridos por las tropas aliadas, contándose entre los primeros a l presvítero don Domingo de Goycoechea, sacerdote respe-table por su ancianidad y patriotismo, doña Xaviera Artola, viuda, doña Graciana Beidacar, doña María C armen Echanagusia, don Carlos Gianora, don Juan Navarro, el sastre Pedro Cipitria , don (131) José Magra, dos maestros chocolateros, padres de familia, de los qu ales el uno fue traspasado con sable o bayoneta y espiró en el suelo, a presencia de su muger y tiernas criaturas, y que también fue muerto el otro a presencia de su esposa, siendo muchos los havitantes que perecieron y mueren diariamente a re sultas del bárbaro tratamiento de las tropas aliadas. A la tercera, dijo que por primera vez se notó el i ncendio en la noche del treinta y uno de Agosto (día en que fue asaltada la Plaza) en la casa de la viuda de Soto Echeverria, sita en las quatro esquinas de la calle Mayor, bastante inmediata a la casa del deponente, y que, según ha llegado a sa ber, el fuego fue dado a dicha casa por las tropas aliadas, a pesar de que procuró impedirlo una vecina, gritando que desistieran de su empeño de incendiarla. Que debe asegurar en obsequio de la verdad que no h abía fuego ni incendio alguno en las casas de la Ciudad el día del asalto, quando, las tropas francesas se retiraron al castillo ni tampoco desde las dos de l a tarde, en que las tropas aliadas se apoderaron de la Plaza hasta la noche. Que, como liaba referido, dieron principio por la expresada casa de la viuda de Soto Echeverri a, advirtiendo que tan solamente ardían en el acto del asalto la casa torr e y casa de la Escuela Náutica, situados en el Puerto o Muelle, extramuros de la Pl aza, desde donde es bien cierto que no se comunicó el fuego a ninguna casa de la Ci udad. A la quarta, dijo que no ha visto dar fuego a ningu na casa por haber salido de la Plaza, como liaba referido en la primera preg unta, (131v) el día primero de Septiembre, a poner en salvo su persona y no volbió más a ella hasta después que capituló la guarnición del castillo, pero que, segú n ha oído decir a muchos, no hay la menor duda que el fuego lo daban los soldados yn gleses y portugueses con mechas incendiarias, pues que a un mismo tiempo se veían arder las casas en calles distintas unas de otras. A la quinta, dijo que el deponente no ha visto, per o sí ha oído decir a un maestro de obras que a presencia del mismo impidier on las tropas aliadas apagar el fuego de una casa, queriéndole quitar de la mano al carpintero Santiago Echave la acha que llevaba para cortar el incendio, que éste se resistió y tubo que escaparse a otra casa por temor que le matasen. A la sesta, dijo que sabe que a los quatro o cinco días después de la rendición del castillo duraban en gran parte los de sórdenes y excesos de los días anteriores, siendo notorio que una porción de azúca r y fierro fueron robados, de día claro, de entre las ruinas de la que fue casa de El izalde, después que hubieron los aliados ocupado el castillo. A la séptima, dijo que no ha visto ni oído que los franceses hubiesen tirado ninguna granada, bomba ni obgeto incendiario sobre las casas de la Ciudad, pues que no hizieron fuego ninguno de artillería a la Pl aza después se retiraron al castillo. A la octaba, dijo que no ha visto ni oñido decir qu e haya sido castigado ningún individuo de las tropas aliadas por las trop elias y excesos (132) cometidos en la Plaza de San Sebastián. A la novena y última, dijo que de quinientas novent a y tres casas que había en la Ciudad antes de principiar el fuego de los si tiadores tan sólo se han libertado del incendio como unas treinta y seis casas, las má s de ellas situadas al pie del monte del castillo y las restantes contra las mural las de la Plaza y ninguna en el centro de la Ciudad. Que lo depuesto es la verdad por el juramento que h a prestado, en que se afirmó, ratificó y lo dirmó después de su merced, d eclarando ser de quarente y siete años, y en fe de ello lo hize yo, el Escriban o. Ygnacio Antonio de Amilivia. Miguel Antonio de Bengoechea Ante mí, José Joaquín de Alz
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