1º Manifiesto Donostia 7-1-1814 (firmas cortadas).
¿Quién destruyó San Sebastian? Juan Bautista Olaechea. 1973. Página 80:
2º MANIFIESTO (16-1-1814) QUE EL AYUNTAMIENTO CONSTITUCIONAL, CABILDO ECLESIASTICO, ILUSTRE CONSULADO Y VECINOS DE LA CIUDAD DE SAN SEBASTIAN, PRESENTARON A LA NACION, SOBRE LA CONDUCTA DE LAS TROPAS BRITANICAS Y PORTUGUESAS EN DICHA PLAZA, EL 31 DE AGOSTO DE 1813 Y DIAS. SIGUIENTES.
La ciudad de San Sebastián ha sido abrasada por las tropas aijadas que la sitiaron, despues de haber sufrido sus habitantes un saqueo horroroso y el tratamiento más atroz de que hay memoria en la Europa civilizada. He aqui la relación sencilla y fiel de este espantoso suceso:
Después de cinco años de opresión y de calamidades, los desgraciados habitantes de esta infeliz ciudad, aguardaban ansiosos el momento de su libertad y bienestar, que lo creyeron tan próximo como seguro, cuando en 28 de Junio último vieron con inexplicable júbilo aparecer en el alto de San Bartolomé los tres batallones de Guipúzcoa al mando del coronel D. Juan José de Ugartemendía. Aquel dia y el siguiente salieron apresurados muchos vecinos; ya con el anhelo de abrazar a sus libertadores, ya también para huir de los peligros a que les exponia un sitio, que hacian inevitables las disposiciones de defensa que vieron tomar a los franceses, quienes empezaron a quemar los barrios extramurales de Santa Catalina y San Martín. Aunque el encendido patriotismo de los habitantes de la ciudad les persuadía, que en breves días serían dueños de ella los aliados, sin embargo iban a dejarla casi desierta; pero el general francés Rey, que la mandaba, les prohibió la salida, y la mayor parte del vecindario con todos sus muebles y efectos (que tampoco se les permitieron sacar) hubo de quedar encerrado.
Los días de aflicción y llanto que pasaron estas ínfelíces familias desde que el bloqueo de la plaza se convirtió en asedio con la aproximacíón de las tropas inglesas y portuguesas que al mando del teniente general Sir Thomas Oraham relevaron a las españolas, no es necesario explicarlos. Solo pudieron hallar algunas treguas a su dolor en procurar auxilios a los prisioneros ingleses y portugueses. La ciudad los socorrió al instante con vino, chocolate, camisas, camas y otros efectos. Los heridos fueron colocados en la parroquia de San Vicente y socorridos por su párroco.
Era entre tanto mayor el cúmulo de males, pues desde el 23 de julio hasta el 29 se quemaron y destruyeron por las baterías de los aliados 63 casas en el barrio cercano a la brecha; pero este fuego se cortó y extinguió enteramente el 27 de julio por las activas disposiciones del ayuntamiento, y no hubo después fuego alguno en el cuerpo de la ciudad hasta la tardeada del 31 de Agosto, después que entraron los aliados.
Llegó por fin dicho día 31, día que se creyó debía ponerles término, y por lo tanto deseado como el de su salvación por los habitantes de San Sebastián.
Se arrecia el tiroteo; se ven correr los enemigos azorados á la brecha: todo indica un asalto; por cuyo feliz resultado se dirigían al Altísimo las más fervorosas oraciones. Son escuchados estos ruegos; vencen las armas aliadas, y ya se sienten los tiros dentro de las mismas calles.
Huyen los franceses despavoridos arrojados de la brecha sin hacer casi resistencia en las calles; corren al castillo en el mayor desorden, y triunfa la buena causa, siendo dueños los aliados de toda la ciudad a las dos y media de la tarde.
El patriotismo de los leales habitantes de San Sebastián, comprimido largo tiempo por la severidad enemiga, prorrumpe en vivas, vitores y voces de alegría y no sabe contenerse.
Los pañuelos que se tremolaban en ventanas y balcones, al propio tiempo que se asomaban las gentes a solenmizar el triunfo eran claras muestras del afecto con que se recibía a los aliados: pero insensibles estos a tan tiernas y decididas demostraciones corresponden con fusilazos a las mismas ventanas y balcones de donde les gritaban, y en que perecieron muchos, victimas de su amor a la patria. ¡Terrible presagio de lo que iba a suceder!
Desde las 11 de la mañana, a cuya hora se dió el asalto, se hallaban congregados en la sala Consistorial los capitulares y vecinos mas distinguidos con el intento de salir al encuentro de los aliados. Apenas se presentó una columna suya en la plaza nueva, cuando bajaron apresurados los alcaldes, abrazaron al comandante, y le ofrecieron cuantos auxilios se hallaban a su disposición.
Preguntaron por el general, y fueron inmediatamente a buscarle a la brecha caminando por medio de cadáveres; pero antes de llegar a ella y averiguar en donde se hallaba el general, fué insultado y amenazado con el sable por el capitán inglés de la guardia de la puerta, uno de los alcaldes.
En fin, pasaron ambos a la brecha y encontraron en ella al mayor General Hay, por quien fueron bien recibidos, y aun les dió una guardia respetable para la casa consistorial, de lo que quedaron muy reconocidos.
Pero poco aprovechó esto; pues no impidió que la tropa se entregase al saqueo mas completo y a las mas horrorosas atrocidades, al propio tiempo que se vió no solo dar cuartel, sino también recibir con demostraciones de benevolencia a los franceses cogidos con las armas en la mano.
Ya los demás se habían retirado al castillo, contiguo a la ciudad; ya no se trataba de perseguirlos ni de hacerles fuego: y ya los infelices habitantes fueron el objeto exclusivo delfuror del soldado.
Queda antes indicada la barbarie de corresponder con fusilazos a los victores, ya este preludio fueron consiguientes otros muchos actos de horror, cuya sola memoria extremece.
¡Oh día desventurado! ¡Oh noche cruel en todo semejante a aquella en que Troya fué abrasada! Se descuidaron hasta las precauciones que al parecer exigían la prudencia y arte militar en una plaza a cuya extremidad se hallaban los enemigos al pié del castillo, para entregarse a excesos inauditos, que repugna describirlos a pluma.
El saqueo, el asesinato, la violación, llegaron a un término increible, y el fuego que por primera vez se descubrió hacia el anochecer, horas despues que los franceses sé habían retirado al castillo, vino a poner el complemento a estas escenas de horror. Resonaban por todas partes los ayes lastimosos, los penetrantes alaridos de mujeres de todas edades que eran violadas sin exceptuar ni la tierna niñez, ni la respetable ancianidad.
Las esposas eran forzadas a la vista de sus afligidos maridos, las hijas a los ojos de sus desgraciados padres y madres; hubo algunas que se podían creer libres de este insulto por su edad, y que sin embargo fueron el ludibrio del desenfreno de los soldados.
Una desgraciada joven ve a su madre muerta violentamente y sobre aquel amado cadáver sufre ¡increible exceso! los lúbricos insultos de una vestida fiera en figura humana.
Otra desgraciada muchacha cuyos lastimosos gritos se sintieron hacia la madrugada del 1° de Septiembre en la esquina de la calle de San Geronimo, fué vista cuando rayó el día rodeada de soldados, muerta; atada a una barrica, enteramente desnuda, ensangrentada y… (suprimimos el resto del relato por respeto a nuestros lectores).
En fin, nada de cuanto la imaginación pueda sugerir de más horrendo, dejó de practicarse. Corramos el velo a este lamentable cuadro, pero se nos presenta otro no menos espantoso.
Veremos urna porción de ciudadanos no solo inocentes, sino aun beneméritos, muertos violentamente por aquellas mismas manos que no solo perdonaron, sino que abrazaron a los comunes enemigos cogidos con las armas en las suyas.
Don Domingo de Goicoechea, eclesiástico anciano y respetable, D. Javier de Artola, D. José Miguel de Mayora, y otras muchas personas que por evitar prolijidad no se nombran, fueron asesinadas. El infeliz José de Larrañaga, que despues de haber sido robado quena salvar su vida y la de su hijo de tierna edad que llevaba en sus brazos, fué muerto teniendo en ellos a este niño infeliz; y a resultas de los golpes, heridas y sustos mueren diariamente infinidad de personas, y entre ellas el presbitero beneficiado D. José de Mayora, D. José Ignacio de Aspide y D. felipe Ventuta de Moro. Si dirigimos nuestras miradas a las personas que han sobrevivido a sus heridas, o que las han tenido leves, se presentará a nuestros ojos un grandisimo número de ellas.
Tales son el tesorero de la ciudad D. Pedro Ignacio de Olañeta, don Pedro José de Beldarrain, D. Oabriel de Bigas, D. Angel Llanos y otros muchos.
A los que no fueron muertos ni heridos no les faltó que padecer de mil maneras. Sujetos hubo, y entre ellos eclesiásticos respetables, que fueron despojados de toda la ropa que tenían puesta, sin excepción ni siquiera de la camisa.
En aquella noche de horror se veian correr’despavoridos por las calles muchos habitantes huyendo de la muerte con que les amenazaban los soldados. Desnudos enteramente unos, con sola la camisa otros, ofrecian el espectáculo más misero y hacian tener por feliz la suerte de algunas personas (sobre todo del sexo femenino) que ya subiéndose a los tejados o ya encenagándose en las cloacas hallaban un momentáneo asilo, ¿Cuál podria ser este, cuando unos continuos y copiosos aguaceros vinieron a aumentar las desdichas de estas gentes, y cuando ardió la ciudad, habiéndola pegado fuego los aliados por la casa de Soto en la calle Mayor, casi en el centro de la población en un parage en que ya no podia conducir a ningún suceso militar?
¿Cuántas otras casas fueron incendiadas igualmente por los mismos?
Solo este complemento de desdichas y de sastres faltaba a los habitantes de San Sebastián, que ya saqueados, privados aun de la ropa puesta, los que menos maltratados, otros mal heridos y algunos muertos, se creia haber apurado el cáliz de los tormentos.
En esta noche infernal, en que a la obscuridad protectora de los crímenes, a los aguaceros que el cielo descargaba y al lúgubre resplandor de las llamas, se añadía cuanto los hombres en su perversidad puedan imaginar de más diabólico, se oian tiros dentro de las mismas casas, haciendo unas funestas interrupciones a los lamentos que por todas partes llenaban el aire.
Vino la aurora del primero de Septiembre a iluminar esta funesta escena, y los habitantes, aunque aterrados y semivivos, pudieron presentarse al general y alcaldes suplicando les permitiese la salida.
Lograda esta licencia huyeron casi cuantos se hallaban en disposición; pero en tal abatimiento y en tan extrañas figuras, que arrancaron lágrimas de compasión de cuantos vieron tan triste espectáculo.
Personas acaudaladas que habían perdido todos sus haberes, no pudieron salvar ni sus calzones; señoritas delicadas, medio desnudas, o en camisa o heridas y maltrechas; en fin, gentes de todas clases que experimentaron cuantos males son imaginables, salían de esta infelíz ciudad que estaba ardiendo, sin que los carpinteros que se empeñaron en apagar el fuego de algunas casas, pudiesen lograr su intento; pues en lugar de ser escoltados como se mandó a instancias de los alcaldes, fueron maltratados, obligados a enseñar casas en que robar, y forzados a huir.
Entre tanto se iba propagando el incendio y aunque los franceses no disparaban al cuerpo de la plaza ni un solo tiro desde el castillo, no se cuidó de atajarlo, antes bien se notaron en los soldados muestras de placer y alegría, pues hubo quienes despues de haber incendiado a las tres de la madrugada del 1° de Septiembre una casa de la calle Mayor, bailaron a la luz de las llamas.
Mientras la ciudad ardia por varias partes, todas aquellas casas a que no llegaban las llamas, sufrían un saqueo total.
No solo saqueaban las tropas que entraron por asalto, no solo las que sin fusiles vinieron del campamento de Astigarraga, distante una legua, sino que los empleados en las brigadas acudían con sus mulos a cargarlos de efectos, y aun tripulaciones de transportes ingleses, surtos en el puerto de Pasajes, tuvíeron parte en la rapiña, durando este desorden varios días despues del asalto, sin que se hubiese visto ninguna providencia para impedirlo, ni para contener a los soldados, que con la mayor impiedad, inhumanidad y barbarie robaban o despojaban fuera de la plaza hasta de sus vestiduras a los ha bitantes que huian despavoridos de ella; lo que al parecer comprueba que estos excesos los autorizaban los jefes, siendo también de notarse que los efectos robados o saqueados dentro de la ciudad y a las avanzadas, se vendian poniéndolos de manifiesto al público a la vista e inmediaciones del mismo cuartel general del ejército sitiador por ingleses y portugueses.
Uno de esta última nación traia de venta el copón de la parroquia de San Vicente que encerraba muchas fortunas consagradas, sin que se sepa que paradero tuvo su preciosísimo contenido.
La plata del servicio de la parroquia de Santa María, que se hallaba guardada en un parage secreto de la bóveda de la misma, fué vendida por los portugueses despues de la rendición del castillo.
Cuando se creyó concluida la expoliación, pareció demasiado lento el progreso de las llamas, y además de los medios ordinarios para pegar fuego que antes practicaron los aliados, hicieron uso de unos mixtos que se habian visto preparar en la calle de Narrica en unas cazuelas y calderas grandes, desde las cuales se vaciaban en unos cartuchos largos.
De estos se valian para incendiar las casas con una prontitud asombrosa, y se propagaba el fuego con una explosión instantánea. Al ver estos destructores artificios, al experimentar inútiles todos los esfuerzos hechos para salvar las casas (despues de perdidos todos los muebles, efectos y alhajas), varias personas que habian permanecido en la ciudad con dicho objeto, tuvieron que abandonarla, mirando con dolor la extraordinaria rapidez con que las llamas devoraban tantos y tan hermosos edificios.
De este modo ha perecido la ciudad de San Sebastián. De 600 y mas casas que contaba dentro de sus murallas, solo existen 36, con la particularidad de que casi todas las que se han salvado están contiguas al castillo que ocupaban los enemígos, habiéndose retirado a él todos mucho antes que principiase el incendio.
Tampoco se comunicó éste a las dos parroquias, pues que servian de hospitales y cuarteles a los conquistadores, teniendo igual destino y el de alojamientos la hilera de casas preservadas según se ha expresado en la calle de la Trinidad al pié del Castillo. Todo lo demás ha sido devorado por las llamas. Las mas de las casas que componían esta desdichada ciudad, eran de tres y cuatro altos pisos, muchas suntuosísimas y casí todas muy costosas.
La consistorial era magnífica, lindísima la Plaza nueva, y ahora causa horror su vista. No menos lastimoso espectáculo presenta el resto de la ciudad. Ruinas, escombros, balcones que cuelgan, piedras que se desencajan, paredes al desplomarse, he aquí lo que resta de una plaza de comercio que vivificaba a todo el pais comarcano, de una población agradable que atraia a los forasteros.
El saqueo y los demás excesos rápidamente mencionados, aunque tan horrorosos, no hubieran llevado al colmo la desesperación, si el incendio no hubiera completado los males, dejando a mas de 1.500 familias sin asilo, sin subsistencia, y arrastrando una vida tan miserable que casi fuera preferible la muerte.
Los artesanos se ven sin pan, los comerciantes arruinados, los propietarios perdidos. Todo se robó o se quemó, todo pereció para ellos. Efectos, alhajas, muebles, mercaderias, almacenes riquisimos, tiendas bien surtidas fueron presa o de una rapacidad insaciable o de la violencia de las llamas.
En fin, nada se ha salvado, pues aun los edificios se han destruido. San Sebástián, tan conocida por sus relaciones comerciales en ambos hemisferios, San Sebastián, que era el alma de esta provincia, ya no existe. Excede de 100 millones de reales el valor de las pérdidas que han sufrido sus habitantes, y este golpe funesto se hará sentir en toda la monarquia española e influirá en el comercio con otros paises.
Mas no es esto todo. No solo se han perdido todas las existencias sino que padecerán aún los tristes residuos de las fortunas de los comerciantes y propietarios con la quema de sus papeles y documentos.
Todos los registros públicos, escrituras y documentos que encerraban las diez numeiras de la ciudad, los que se custodiaban en su antiguo y precioso archivo y el del ilustre Consulado, cuantos contenian los de los particulares, los libros y papeles de los Comerciantes los libros parroqu!ales, todo, todo se ha reducido a cenizas; y ¿quién, puede calcular las consecuencias funestas que puede producir una cosa así.
¡Victimas inocentes dignas de suerte menos lastimosa! ¡Víctimas antes de la tiranía francesa y ahora de una rapacidad sin par! ¡Rapacidad que no contenta con la expoliación total que se ha indicado, revolvia los escombros todavia calientes, para ver si algo encontraba entre ellos! ¡Rapacidad que no ha perdonado a efectos desenterrados, y que a los 24 días despues del asalto se ejercía en materias poco aprecíables!
Infelicísima ciudad, lustre y honor de la Guipúzcoa, madre fecunda de hitos esclarecidos en las armas y en las letras, que has producido tantos defensores, que has hecho tantos servicios a la patria ¿Podías esperar tan cruel y espantosa destrucción en el momento mismo en el que creiste ver asegurada tu dicha y prosperidad?
¿En este instante que con increible constancia y con extraordinaria fidelidad lo miraste siempre como término de tus males, y de cuya llegada nunca dudaste a pesar de tu situación geográfica y a pesar también de todas las tramas de nuestros implacables enemigos? ¿Tu que distes muestras públicas, nada equívocas y sin duda imprudentes de tu exaltado amor a tu rey y de tu alto desprecío al intruso, cuando en 8 de Julio de 1808 paseó éste sus calles y se aposentó en tu recinto: muestras tales que obligaron al sufrido José a manifestar a uno de los alcaldes la sorpresa que le había cáusado, pudiste pensar que al cabo de cinco años de opresión, vejaciones y penas, serías destruida por aquellas mismas manos que esperabas rompiesen tus cadenas?
Cuan pesadas hayan sido estas no hay que ponderarlo, cuando con aquellas primeras demostraciones diste a los franceses pretexto para agravarlas más y más y cuando con tu constante adhesión a la justisima causa nacional manifestada a pesar de las bayonetas que te oprimían, ocasionaste que fuesen castigados con contribuciones extraordinarias, con prisiones y deportaciones a Francia muchos de tus vecinos. ¿Y podías esperar que el premio de tan acrisolada fidelidad sería tu destrucción?
Pero ni esto ha bastado para entibiar en lo mas minimo tu entusiasmo. Entre esas humeantes ruinas, sobre esos escombros has proclamado con júbilo, has jurado con ansia la inestimable Constitución politica de la monarquía española, concurriendo tus más principales vecinos, dispersos en varíos pueblos a tan solenmes actos.
¡Espectáculo único en el mundo, que suspendiendo el curso de las lágrimas amargas que arrancaba la vista de tantos lastimosos objetos, daba lugar en aquellos patrióticos corazones a impresiones más halagüeñas, haciendo formar en un obscuro porvenir esperanzas que sirven de lenitivo a sus males! Tus ciudadanos se unen más íntimamente a la gran masa nacional, y se felicítan de haber salído de la opresión enemiga aunque sea de una manera tan dolorosa. Ellos en su prímera representación a los duques de Ciudad Rodrigo han dicho estas memorables palabras:
«Si nuevos sacríficios fuesen posibles y necesarios no se vacilaría un momento en resignarse a ellos. Finalmente, si la combinación de las operaciones milítares, o la seguridad del territorío español lo exigiese, que renunciásemos por algún tiempo o para siempre a la dulce esperanza de ver reedificada y restablecida nuestra ciudad, nuestra conformidad sería unánime; mayormente, si como es justo, nuestras pérdidas fuesen soportadas a prorrata entre todos nuestros compatriotas de la península y Ultramar».
Inclita nación española, a la que nos gloriamos de pertenecer, he aqui cuales han sido siempre y cuales son ahora nuestros sentimientos; y he aquí también una relación fiel de todas las ocurrencias de nuestra desgraciada ciudad.
Cuantas aserciones van estampadas son conformes a la más exacta verdad y de ellas respondemos con nuestras cabezas todos los vecinos de San Sebastián que abaxo firmamos.
Enero 16 de mil ochocientos y catorce.
Pedro Oregorio dE Iturbe, alcalde,- Pedro José de BeIdarrain, Miguel de Gascue, Manuel Joaquín de Alcain, José Luis de Bidaiurreta, José Diego de Eleizegui, Domingo de Olasagasti, José Joaquín de Almorza; José María de Echenique, regidores.- Antonio de Arruabarrena, Juan Asencio de Chonoco, prcuradores síndicos.- Pedro Ignacio de Olañeta, tesorero.- Por el Ayuntamiento constitucional, su secretario, José Joaquín de Arizmendi.
Vicente Andres de Oyanarte, Vicario, Joaquin Antonio de Aramburu, prior del Cabildo eclesiástico, Dr. José Benito de Camino, José de Landeribar, Miguel de Espilla; Antonio María de Iturralde, Tomás de Garagorri, José Domingo de Alcayn, presbíteros beneficiados.- Por el M. I. prior y Cabildo eclesiástico de las iglesias parroquiales de dicha ciudad de San Sebastián, su secretario Manuel Francisco de Soraiz.
Joaquín Luis de Bermingham, prior, Bartolomé de Olózaga, José Antonio de Elizegui, cónsules.- José María de Eceiza, sindico.- Por el mismo ilustre consulado, su secretario Juan Domingo de Galardi.
José Maria de Bigas, Juan José de Burga, José Ramón Echenique, Benito de Mecoleta, Ramón de Chonoco, José de Sarasola, presbíteros. Juan Bautista Zozaya, Ramón Labroche José Ignacio Sagasti, José Santiago Claesens, Dr. Ibaet, Manuel Brunet, Manuel Sagasti, José María Garaioa, José María Estibaus, Elías Legarda, José Antonio Irizar, Esteban Recalde, Manuel Barasiarte, Cayetano Sasoeta, José Francisco Echanique, Bautista Elola, Antonio Aguirre, Manuel Urrozola, Bautista Carrera, Antonio Zubeldia, Ignacio Inciarte, Joaquín Jáuregui, Andrés Indart, Angel Irraramendi, José Antnio Azpiazu, José Manuel Otálara, Martín José Echave, Joaquín Vicuña, Bautista Muñoa, Joaquín Mendiri, Miguel Arregui, Manuel Lardizabal, Gil Alcain, piego Cortadi, Antonio Lozano, Sebastián Ignacio Alzate.
Antonio Goñi, J. Antonio Zinza, Miguel Borne, José Echeandía, José Manuel Echeverría, José María Olañeta, Juan José Camino, Miguel Gamboa, Luis Arrillaga, Joaquín Galán, Agustín Cilveti, Gerónimo Carrera, Juan José Añorga, Francisco Olasagasti, José Martirena, Tomás Arsuaga, Juan Antonio Zavala, José Francisco Oteagui, Gervasio Arregui, Joaquín Lardizabal, José Urrutia, Pedro fuentes, Cornelio Miramon, Bernardo Galán, Cristobal Lecumberri, Sebastián Olasagasti, José Meudizabal, Manuel Caragarza, José Ibarguren, Agustin Anabitarte, Vicente Ibarburu, Antonio Esnaola, Pedro Albeniz, Vicente Echegaray, Nicolás Tastet, José Camino, Sebastián Iradi, José Alzate, Salvador Cortaverría, José Ignacio Bidaurre, Pedro Martin, Manuel Riera.
Mariano Ubillos, Joaquín María Jun-Ibarbia, José Antonio Parraga, Francisco Barandiaran, Juan Bautista Goñi, José Manuel Collado, Pedro Arizmendi, José Arizmendi, José Olorreaga, Domingo Conde, José Antonio Fernández, Juan Campion, Juan José de Aramburu, Juan Martín Olaiz, Miguel Miner, José Echeverría, Miguel María Aranalde, Manuel Gogorza, Jerónimo ZidaJzeta, Juan Antonia Díaz, Joaquín Vicente Echagüe, José Cayetano Collado, Francisco Borja Larreandi, Francisco Xavier Larreandi, Rafael Ben goechéa, Miguel Antonio Bengoechea, Miguel Juan Barcáiztegui.
José Antonio CarIes, José María de Leizaur, Máximo Gainza, Domingo Echeave; Juan Bautista Iregui, Francisco Campion, Miguel Vicente Aloran, Vicente María Diago, Francisco Ignacio UbilLos, Pedro Ignacio de Lasa, Vicente María Irulegui, Vicente Legar. da, Tomás Vicente Brevilla, Donato Segurola, Bernardo Antonio Morlans, Angel Llanos, Miguel José Zunzarren, José Joaquin Mendia, Eugenio Garcia, Juan Antonio Alberdi, Romualdo Zornoz, Miguel Urtesabel, Antonio Zornoz, Juan Nicolás Galarmendi, José Vicente Aguirre Miramon, Fermin francisco Garaycoechea, Joaquín Jun-Ibarbia,José Mateo Abalia, Manuel Eraña, Martin Antonio Arizmendi, José Marcial Echavarría, José Lasa, Vícente Alberto Olascuaga, Vicente Conde, Eusebio Arreche, José Antonio Eizmendi José Miguel Bidaurreta, José Joaquín Iradi
¿Quién destruyó San Sebastian? Juan Bautista Olaechea. 1973. Página 80.